jueves, 19 de marzo de 2015

Reflexiones sobre la paz

(Ensayo de Daisaku Ikeda publicado en 1998, en la revista de Filipinas Mirror.)

Continuamente se realizan películas y programas de televisión sobre la guerra, y no es extraño que, a veces, el público se deje cautivar por el tema y se sienta atraído por la aparente bravura y atractivo de los actores que protagonizan las historias bélicas.
La realidad de la guerra, sin embargo, está muy lejos de ser cautivadora. La guerra es algo cruel, sucio, lleno de tristeza y de miseria. Quienquiera que la haya vivido comprende bien que jamás debe repetirse. Durante mi juventud, presencié hasta los límites de la razón el horror de la guerra. Vivía bajo los implacables ataques aéreos, que arrojaban lluvias de explosivos y bombas incendiarias. Solía extraviarme en medio de un mar de fuego, presa de una angustia intolerable por mi familia y de una terrible tristeza e impotencia, mientras veía morir a la gente a alrededor de mí.
Estoy plenamente convencido de que cualquier intento de justificar la validez de ese hecho deleznable es vano e inútil, pues es absolutamente imposible concebir que una guerra pueda ser justa y correcta.
En un conflicto bélico, los seres humanos se convierten en simples medios al servicio de un fin; las víctimas son hombres y mujeres comunes, que se ven arrojados al infortunio y a la desdicha, por ambos lados. Cada persona que perece en una guerra es un ser irreemplazable e invalorable; es el padre, el hijo o el amigo de alguien. Por ello tenemos que oponernos sistemática y abiertamente a la guerra. Los conflictos no deben resolverse as través de la fuerza bruta y la violencia, sino mediante la sensatez y el diálogo perseverante.
Tal vez resulte tentador convencerse de que son los estados o las alianzas entre países los responsables de iniciar una guerra. En realidad, esta se origina en lo profundo del corazón de cada individuo. El budismo enseña que la guerra es el fruto de la ira y del egoísmo. Para erradicar la constante amenaza de conflictos bélicos, es necesario conquistar y doblegar la naturaleza egoísta que acecha en el interior de cada ser humano.
La razón o la sabiduría humana no pueden prevenir desastres naturales como las inundaciones o los terremotos. Pero los problemas provocados por los seres humanos pueden ser resueltos por los seres humanos.
En su libro ¡Basta de guerras!, Linus Pauling, galardonado dos veces con el Premio Nobel escribió: “Creo que existe en el mundo un poder mayor que el poder negativo de la fuerza militar y de las bombas nucleares: el poder del bien, de la moralidad, del humanitarismo. Creo en el poder del espíritu humano”.
Yo sostengo que un cambio en las profundidades de la vida puede transformar el egoísmo en un humanismo cálido, que aspire a la paz y a la coexistencia armoniosa entre todas las personas.
¿Qué es lo que impide que este “poder del bien” tenga un mayor impacto en el mundo? ¿Qué es lo que obstruye el progreso hacia la paz? En una sola palabra, la desconfianza. Con frecuencia, esta tiene sus raíces en conflictos y rivalidades pasadas. Es necesario derribar el muro de la desconfianza y esforzarse denodadamente en descubrir la bondad que brilla en cada ser humano, pues, de otro modo, será imposible todo avance hacia la paz.
Cuando viajé por primera vez a la Unión Soviética en los años setenta, la gente se preguntaba por qué, siendo líder de un movimiento religioso, deseaba yo visitar un país comunista que no reconocía la religión. Respondí: “Voy, porque en la Unión Soviética hay personas, seres humanos como yo”. Ansiaba crear de alguna manera nuevos caminos, transformar la desconfianza en confianza; el miedo, en seguridad; una llaga del pasado, en un compromiso con el futuro. En cada país que he visitado, he podido percibir siempre cuán sinceramente la gente anhela la paz.
La primera condición para establecer la paz es que las personas se conozcan unas a otras y comiencen realmente a comprenderse y apreciarse mutuamente. La manera más segura de derretir el “hielo” de la desconfianza es impulsar la interacción entre la gente común, por medio de reuniones, visitas, intercambios educacionales y culturales. La gente joven, que no está atrapada por el pasado, siempre puede liderar el rumbo.
Hace muchos años existía entre la gente nativa del Canadá la tradición de realizar celebraciones cuando una joven alcanzaba la mayoría de edad. Ese día había llegado ya para dos hijas de un jefe indio, por lo que se estaba preparando una gran fiesta para celebrar el acontecimiento; pero llegaron en ese momento noticias de que los enemigos del norte se estaban aprestando para la guerra. Las hijas se acercaron entonces a su padre y le dijeron: “¡Querido padre! Algún día seremos madres y daremos a luz hijos que crecerán para ser jefes fuertes como tú. Por su bien, por favor, invita a la gente del norte a nuestra celebración”.
El jefe no pudo rehusar la petición de sus hijas. De modo que, con renuencia, envió un mensaje a sus eternos enemigos y los invitó a la celebración. Estos acudieron en gran número, junto a sus esposas e hijos, cargados de obsequios. Los clamores de guerra se transformaron en canciones de gran alegría.
Más adelante, cada una de las jóvenes del relato tuvo un hijo; al crecer, ellos se convirtieron en jefes de su tribu y se llamaron Paz y Amor Fraternal, respectivamente. Cerca de Vancouver hay una hermosa montaña con dos elevadas salientes; de acuerdo con la leyenda, son las dos hermanas amantes de la paz que, transformadas en dos picos, aún velan por Vancouver.
El corazón de una mujer que ama la paz es poderoso y puede transformar la sociedad y cambiar el curso de la historia.
Es irreflexivo depositar el futuro del mundo únicamente en manos de los políticos. Las personas comunes deben emplear toda su capacidad y ponerse en acción para lograr la paz. Tenemos que unirnos, más allá de las fronteras, para proclamar nuestro rechazo a la sola idea de la guerra. Cuando, de un país a otro, sus ciudadanos se comunican, es posible crear una corriente hacia la paz. Resulta vital establecer una red de personas que trascienda los límites de las naciones, para impedir que un pequeño grupo de líderes corruptos rompa el sólido puente de amistad y de solidaridad que nos conecta.
Jamás podremos alanzar la paz si tan solo nos sentamos a esperarla. Cada uno de nosotros, por poco que confíe en sus fuerzas, tiene que construir en lo profundo de su corazón un bastión para la paz, que resista y silencie, finalmente, los incesantes llamados de guerra.
La poetisa chilena Gabriela Mistral escribió: “Tengan ustedes coraje, amigos míos. El pacifismo no es una jalea dulzona que algunos creen; el coraje pone en nosotros una convicción impetuosa que no puede quedársenos estática. Digámosla cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y cree una ‘militancia de paz’ la cual llene el aire denso y sucio y vaya purificándolo. Sigan ustedes nombrándola contra viento y marea...”. (1)
La paz verdadera solo se encuentra en la realidad de la existencia cotidiana. Debemos plantar las semillas de una paz fundamental en la vida diaria de los individuos y en lo más recóndito de nuestro interior. Tenemos que proteger y nutrir esas simientes hasta que se conviertan en la realidad concreta de una paz para todos.
Por lo tanto, somos nosotros quienes debemos construir un mundo sin guerras. Podemos desistir de ello –como si fuera una meta imposible— o continuar desafiándonos para lograr ese objetivo, pese a las dificultades; la decisión que tomemos, será la que determine el futuro del siglo XXI.


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